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Volviendo a Manguel…un tipo que se las trae

families.jpegEmpezamos esta saga en el News nÜ 2599 Leyendo imágenes. Un intríngulis de nunca develar. Por algún desvío del destino volvemos hoy a esa huella. No se por qué, pero junto a mi amiga la Magu nos dio últimamente por los pintores. Ella viniendo desde el cine y yo desde la literatura y de la escritura. Claro, hace rato que tanto ella como yo estamos preocupados por la filosofía con imágenes. Pero en realidad nunca (y ya pronto llegaremos a las 3.000 editoriales del News) le habíamos hincado el diente a la pintura o a la representación en general.


Por eso ya sea a través de las interposiciones de Regis Michel o de la invención de la representación en el de Vermeer (que además se mezcló bien con le tema de las películas gracias a la oportuna referencia a Zoo de Greenaway que ya mismo corro a alquilar), lo cierto es que la cuestión de esta endiablada paradoja que es la de leer (o pensar) las imágenes nos viene acicateando desde hace mucho.

Motivo que nos obliga a emprender una nueva excursión por la obra de nuestro querido ex-amigo Alberto Manguel (siempre escondido en algún lugar de Canadá), ya que él no sólo es el autor sublime de la Historia de la lectura, sino que en una veta similar insistió en que tenemos que hacer el esfuerzo de leer (o de des-leer) las imágenes.

En efecto su fascinante obra «Leyendo Imágenes, historias de amor y odio«, con un criterio tan arbitrario como atrapante, insiste en que en su experiencia personal una docena de pintores le enseñaron cosas que la lectura de textos jamás podría haberle brindado.

Como lo anticipamos hace un tiempo se trata de pintores muy disímiles, de varios de los cuales, jamas habíamos oído hablar. Para Alberto cada uno de ellos lleva a repensar y a remetaforizar la imagen de un modo muy contundente y llamativo.

tapamitchell.jpg Así en el caso de Joan Mitchell -de quien hablaremos hoy y en otros post venideros en extenso- y de quien recién nos anoticiamos que nació en 1925 y murió en Francia en 1992 – de lo que se trata es de La Imagen como ausencia. Pero también Manguel asimila a Tina Moddoti con la imagen como testigo, a Lavinia Fontana con la imagen como comprensión, a Philosenux con la imagen como reflejo, a Picasso con la imagen como violencia, a C.N.Ledoux con la imagen como filosofía, a Caravaggio con la imagen como teatro y así sucesivamente.

øCuál es la función de los objetos? øLos objetos tienen alguna función aparte de servirnos? Pues bien para Samuel Beckett la función de los objetos requiere esta pregunta (silenciada por su uso naturalizado), se trata de restaurar el silencio (especialmente en un mundo como el actual en donde la infoxicación de los decibles rompe aparte de la paciencia, los tímpanos).

Esa frase tan eficaz define por entero el tipo de pintura frecuentado por Joan Mitchell. Que yo no supiera quién era esta mujer no debe avergonzarme mucho por cuanto el propio Alberto, que la entroniza como una de la docena de formas de problematizar a la imagen (y a la palabra), recién supo de su existencia en un recorrido que hizo en 1994 por el Jeu de Paume de Paris en una colosal retrospectiva.

Y aunque a Manguel no le gustan las retrospectivas monumentales que se le antojan como obras completas de escritores apoliyándose en bibliotecas, en este caso quedó perturbado por los colores, la luz, la alegría derramada, los cuadros gigantes.

Lo que más le llamó la atención a Alberto fue un gigantesco cuadro de más de 10 m2 titulado 2 Pianos. Aparte de quedar flechado por los colores, el tamaño, la voluptuosidad, lo curioso fue -lo veíamos ya en el caso de Vermeer- la ausencia de marco, como que el cuadro se introduce en nuestro campo de visión igual que un flechazo viniendo de la nada.

FlyingColorsA.jpg Aquí la cosa se pone interesante, porque es muy diferente ver la reproducción de pocos cm2 que photoshopea al cuadro en la ilustración color que antecede al capítulo dedicado a Mitchell y muy otra haber quedado inmerso en la experiencia de esa pared inmensa atravesada por colores y manchas… que no significaban nada øO si?

Tratando de entender lo ininteligible Alberto se acordó de una historia contada por Severo Sarduy narrando las primeras experiencias de cine portátil, proyectada en Cuba ante unos campesinos cinematográficamente analfabetos, que después de un rato largo no alcanzaron a ver nada, salvo a un pollito -en una esquina de la pantalla.

Pero la conclusión que cabe sacar no es la obvia. Que toda representación tiene su código, que no nacimos viendo cine o pintura, y que dadas las acostumbradas clase de corte y confección la mirada para la cual sirven la academias de arte o la Escuela Panamericana idem, todo se tranquilizará y aprenderemos por fin a ver (y eventualmente gozar) de un cuadro.

Es justo al revés. øQuiere decirnos algo Mitchell -del orden de la pedagogía y de la explicación? øNos está motivando a entender o a adivinar sus intenciones? øViene por caso el cuadro con un manual de interpretación? øO por el contrario lo que pretende Mitchell precisamente es que apaguemos nuestra máquina de explicar y aprendamos a ver y a sentir sin necesidad de hablar? øEs esto último apenas una vuelta de tuerca sobre el tema de los lenguajes privados que tanto irritaba a Wittgenstein?.

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Todo empezó en 1948 cuando un pintor en ese entonces de 36 años llamado Jackson Pollock pintó la primera de sus famosas pinturas goteantes, gigantescos bastidores atravesados por manchas sin ton ni son desafiando toda narratividad o explicitionitis. Tan caótico era lo que salía de esta pintura automática -remedada más tarde por muchos programas de computación- que un crítico indignado las bautizó como pinturas sin principio ni fin.

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Rechazando la pintura social que sucedió a la pesadilla de la segunda guerra mundial, ya fuera en el formato de los murales mexicanos o las tapas de Norman Roclwell en The Saturday Evening Post, Pollock y sus seguidores miraban hacia Francia, rechazando la idea de arte nacional.

Mientras París permanecía ocupada, muchos genios de la pintura europea recalaban en Nueva York, así que los aún jóvenes aprendices yankees pudieron codearse con eminencias como Marc Chagall, Salvador Dali, Max Ernst y varios otros. Pero ninguno lo impresionó a Pollock tanto como lo hizo el chileno Roberto Echaurren Matta (nacido en 1911, quien murió recién en noviembre de 2002).

Matta era el que más se había jugado con su extrapolación de la asociación libre llevándola al campo de la pintura. De lo que se trataba era de entrar en un estado de mente receptivo y dejar que orientara al inconsciente, desatado así de los formalismos y los esquematismos de todo tipo impuestos por la cultura o el aprendizaje.

Matta y sus discípulos no sólo utilizaban lápices y pintura para lograr el efecto de desligue total del control, sino que también hicieron uso de técnicas como el esfumado, pasando el papel por encima de velas, el frotamiento, la decalcomanía, el collage-pegatina, etc.

Para Jackson Pollock estas técnicas hacían posible lo que estaban buscando hacía tiempo: cómo reaccionar en forma emocional frente a los estilos del mundo en vez de tratar de copiarlos o de mejorarlos, tal como él entendía que hacían los pintores representacionalistas.

Si a pesar de todo los espectadores insistían en descifrar la pintura, eso era problema de los observadores, y no ya de algún mensaje cifrado lanzado por el pintor a la búsqueda de mentes inteligentes que congeniar con la suya, y que coincidirían con ese mensaje formalizado y escondido.

Pollock collage.jpg Pollock encarnaba una tradición ancestral, la que buscaba no comunicar, aunque la misma descendió sobre Occidente con una fuerza inusual recién hace un siglo.

Porque si bien fueron numerosos los intentos previos -desde los filósofos cínicos hasta la proclamación hamletiana de que el resto era silencio- recién con la figura de Mallarmé estas tendencias se vuelven un decidido programa de trabajo.

beckett.jpg Dicho programa fue abrazado por muchos escritores con reverencia, entre ellos por el genial Samuel Beckett para quien la palabra impide que el silencio hable. He aquí el hilo conductor subyacente al acto sin palabras de Beckett, a la pieza musical Silencio de John Cage y a la pintura chorreante de Pollock.

No es un mérito menor de Manguel no dejarse fascinar demasiado por estas referencias conocidas y hurgar un poco más. Porque lo que detecta en su periplo es una búsqueda de silenciamiento de las imágenes ya en los
filósofos iconoclastas del siglo VIII DC. Porque después de muchas idas y vueltas la tradición judía iconofóbica no logró imponerse hasta que Constantino V le hizo caso a sus teólogos radicales para quienes toda representación humanizada de Cristo era lisa y llanamente una herejía.

El argumento filosófico anti-imágenes -que no triunfó sin antes deber confrontar con ingeniosas contrarréplicas de los iconofílicos- sostuvo finalmente que Dios es incircunscribible (hoy diríamos no computable) y que su identidad se agota en sí misma, siendo cualquier caracterización una mutilación de la totalidad (la totalidad es irrepresentable en este esquema).

Lo de Pollock entonces era bastante más sutil que la viveza de un vago para despatarrar pintura al azar sobre una tela y convertirla de oficio en una obra de arte. Pollock retomaba la tradición de la inefabilidad y quería encarnarla en una pintura que no fuera decodificable. Sólo que para poder poner sobre la tela estas percepciones ancestrales, necesitaba trabajar fuera del lenguaje o dentro de la ausencia del lenguaje, por paradójico que esto pueda sonar.

La palabra/reserva -ese área existe tanto en un grabado como en una impresora láser- que no puede ser técnicamente reproducida encapsula mejor que ninguna otra la idea de aquello que no puede ser reproducido.

Pollock otra.jpg Pero a pesar de tanta insistencia en impedir la descodificación Pollock se dio cuenta muy rápido -como tantos otros teóricos de la incomunicación antes- que es imposible sustraer a un producto cultural (o natural) de la ansiedad (o compulsión) humana de interpretar o explicar y ser explicado, esa tentación hacia la semiosis infinita tan bien analizada por Eliseo Verón.

Joan Mitchell empalma allí donde Pollock había montado esta escena. Nacida en 1925 en Chicago su vida transcurrió con peleas constantes con su padre que le esmerilaba el ego permanentemente. Joven fue vivir a París y entabló una intensa relación con Samuel Beckett con quien compartían horas mirándose sin hablar, bebiendo a mares y defendiendo a ultranza su búsqueda permanente del vacío.

fuegoA.jpg Pero a diferencia de Beckett, Mitchell aunque amaba el vacío, no lo vivía con desesperación. Y sus pinturas están llenas de un color vivaz que tratan de captar el momento de la fugacidad y de la instalación del sentido, como una fotografía borrosa, una instantánea que no dice nada ñporque apresar el sentido es elusivo e ilusorio- pero al mismo tiempo induce a buscar todo.

Aunque aquí no hay trampa ni gato escondido, es tanta la fuerza del color y de sus pinceladas que la máquina de buscar sentido, trabaja sin cesar hasta convertir sus llamaradas en un nuevo anclaje para la interpretación. Sin embargo -y aquí estamos en las rieras del gran Francisco Varela.- difícilmente podremos distinguir aquello que no podemos nombrar.

Como mostró hace tres décadas la fantástica investigación de Berlin y Kay en «Basic color terms» los lenguajes del color siguen secretos patrones. Casi todos conllevan distinciones de claridad y oscuridad, y casi todos denotan a los colores primarios, además de que aparecen en una determinada secuencia-, pero precisamente no todos los lenguajes incluyen a la escala cromática que nosotros los occidentales tomamos como natural.

Así los Tarahumana del Norte de México no tienen palabras diferentes para hablar del verde y/o del azul. Confrontados con una pintura pletórica de estas gamas, seguramente su experiencia visual sería muy diferente a la nuestra.

Como nos enseñó Varela hace mucho tiempo -con sus conocidos ejemplos acerca de las sombras- la experiencia del color no está para nada determinada ni por la realidad de la pintura, ni tampoco por nuestra inteligencia o emoción, sino sobre todo por nuestras capacidades de distinción-alteradas a veces biológicamente como muestra Oliver Sacks- pero generalmente en los casos normales sobredeterminada culturalmente.

Además los colores vienen en paquetes y las cosas se complican aún más porque tendemos a atribuirle valores simbólicos a diferentes colores (que es el tema por entero de esa exquisita obra «The devil¥s cloth. A history of stripes and striped fabric» de Michel Pastoureau ; también hemos tocado la cuestión más en general aún en el caso de Cromofobia de David Batchelor (Ver Editorial del ILHN nÜ 2760 Cromofobia. Esa sí que es buena).

alberti.jpg Por eso en la Edad Media el azul era el color de la virgen, el gris de las cenizas apuntaba al duelo y la humildad, el verde era el color de la resurrección, el rojo era el color de la sangre y el fuego, etc. A su vez el famoso León Battista Alberti uno de los creadores de la perspectiva renacentista codificó al rojo como fuego, al azul como aire, al verde como agua y al gris como tierra.

Después fue el tiempo de la ciencia, con los sistemas numéricos de Newton, Diderot, Goethe, Locke hasta que finalmente a principios del siglo XX el esquema de los colores quedó determinado por las características
físicas de la saturación y el chroma que dependen de la longitud de onda, la brillantez y la claridad tal como fueron determinados por los sistemas de Albert Munsell (1913) y Friedrich Wilhelm Ostwald (1915).

A pesar de la relatividad de las categorías ciertos colores siguen funcionado enancados sobre nuestros atavismos y son usados profusamente por la publicidad, el marketing, los decoradores y diseñadores de interiores. El rojo sigue asociado al peligro, el verde a la renovación, el azul a la verdad – más allá de sus usos y significaciones banales y previsibles (ya sea militares, ecológicas o políticas).

A diferencia de una mancha de color, un espacio blanco parecería necesitar de un llenado u ocupación. «El vacío aborrece el vacío» seria el motto apropiado aquí. Para quienes conocemos las convenciones de la tela, una tela en blanco, como una página o una pantalla ídem parecerían ser un mandato para ser llenadas, es decir para la futura interpretación.

Mitchell foto.jpg Llegado a este punto Manguel es sutil. Porque tomando en cuenta una cantidad de evidencias circunstanciales entre las que se cuentan la asociación de Joan Mitchell del blanco del vacío con la sordera de su madre; ciertos juegos de colores que practicó, con una depresión que la acechó al separarse después de 25 años de relación con el célebre pintor Riopelle o a la asociación entre una pintura de Van Gogh (Campos de trigos con cuervos) pintada poco antes de la muerte del pintor, con el famoso Dos Pianos de Mitchell, también pintado en 1980, 4 años antes de que se le declarara un cáncer de mandíbula, todo parecía estar dicho. Nonsense. Nada que ver.

Para Manguel antes que considerar que la suma de explicaciones genera la explicación convendría mirar más del lado de la Molloy de Beckett para quien «no podía haber no cosas sino cosas innombrables, no nombres sino nombres que no remitían a cosa alguna».

godot.jpg Un problema semejante al de Beckett, al de Pollock, al de Mitchell fue el que experimentó el pintor ficticio Frenhofer en Le chef-d¥oeuvre inconnu, de Honnore de Balzac, forzado a representar lo irrepresentable y a trabajar 10 años en una obra maestra que no terminó sino siendo un enredado de pinceladas indescifrables de «nada, nada y nada». ƒHaber trabajado 10 años en eso, es decir, en una ausencia!

Dos Pianos, como la mayoría de las obras de Mitchell, apunta a develar un sentido que no está pero que no podemos dejar de postular. Las sucesivas invasiones del color sólo apuntan a mostrar una y otra vez que eso que buscamos no está, pero que no por eso debemos dejarlo de buscar. Más parecido al mundo sin Dios de Dostoievsky me imagino que no puede haber.

Manguel cierra la excursión inaugural de su libro con un juego de verbos que muestran tanta su habilidad narrativa como sus ganas de provocarnos. Es cuando asocia como en un Libro de Plegarias del siglo XVII las expresiones ver con agradecer. Porque según él, confrontados con la obra de arte a lo mejor lo único que nos queda es agradecer la excusa que la obra nos da para multiplicar (incansablemente) nuestras plegarias y nuestras gracias frente a algo que nunca nos revelará su sentido, pero que nos promete (también incansablemente) que en nuestras permanentes relecturas algo acaecerá.

La propia Joan Mitchell había querido reemplazar la metafísica de Pollock (o de Beckett) con «toques de amor«. Es esa fuerza redentora del color la que nos envuelve como espectadores y nos transmite cierta alegría del estar, frente a la inevitable constatación de que somos seres para la muerte, pero que ello no debe empequeñecer nuestra sed de vida.

Para cerrar les dejo un par de recursos sobre Mitchell en la web:

-Impresionante catálogo de su obra contenido en la biografía que escribió uno de sus íntimos amigos con más de 120 reproducciones en

Catálogo de la primera retrospectiva integral que se hizo de su obra en USA

Publicado enAnti-Filosofia

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