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Los precios que no tienen fin. Un mundo tan cercano y al mismo tiempo tan lejano.

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Desde siempre supe que Nueva York no era una ciudad para cobardes ni timoratos. Si bien en la Argentina del 1 a 1 había cosas que en términos de dólares eran bien saladas, nunca conocí de restaurantes u hoteles impagables o de objetos (salvo alhajas tal vez) incomparables.

Aquí es exactamente al revés. Porque no solo los mil y un objetos de Tiffany’s en la Quinta Avenida y la 57 son incomparables (aunque los sobres con monograma apenas valgan 1 dólar cada uno), sino que no cuesta mucho imaginarse cualquier bien que no trepe en seguidaa los miles o decenas de miles dólares y por los cuales en nuestra tierra natal no pagaríamos ni un peso, a menos que nos fuera el deseo en el intento.


No hablo aquí de cenas o almuerzos de 100 dólares, ni de las habitaciones del Mandarín Oriental en Washington (donde me hospé un par de días) que empiezan en los U$S 500 y trepan hasta los U$S 1500. No me refiero a las sesiones de spa de una hora como las que brinda el increíble y escondido Clay (Our temple for yours) de la calle 14 o las tartas minúsculas de frutilla de Dean & Deluca a módicos U$S 20 el bocado, o el kilo de carne picada en el mismo lugar a módicos U$S 90.

No estoy pensando en precios mayores, en objetos inaccesibles, en valores que solo los potentados de Hollywood y de Wall Street pueden aspirar a consumir, aunque si estan alli por algo será y seguro que hay un mercado de lo insólito e inaccesible como lo hay de lo trivial y barato.

Hagamosla corta. Un domingo de mayo en mi consabida visita a Fao Schwartz que enfrenta al inefable Plaza Hotel, me encontré con unos animales verosímiles como en el mejor capitalismo de ficción, leones y panteras, chimpancés y elefantes, jirafas de tamaño natural y enternecedores bebes.

Pero lo que sorprendió muy mucho no fue tanto la verosimilitud de las criaturas, como sus precios muchos mas caros, no ya que los animales en nuestro submundo, sino que muchas vidas humanas. Empecemos de abajo hacia arriba. El elefante cuesta U$S 10.000, la jirafa U$S 15.000. No, no se trata de un error de astigmatismo, ni de alguna dificultad por escribir los numeros con las comas y los puntos donde se debe.

Si ya estaba bastante boleado, cuando pase por el departamento de niños con vocación de Fangio, y me encontré con una mini-Ferrari (con motor, CD, y mil chiches mas) que valía U$S 50.000, pegue un respingo y me dije aquí hay algo que no pega ni con cola.

La sensación de incredulidad se convirtió en asombro y en molestia cuando me percate de que el inmenso piano en el piso, donde una nenita habia jugado hacia un rato, que promocionaba un juego de hule mas que desconocido, y que terminaría en una breve exhibición de dos émulos de Fred Astaire, no era una maqueta o un juego de poca monta, sino un autentico engendro para jeques que se vende al módico precio de U$S 150.000.

Desde entonces precios y valores como esos empezaron a darme vueltas (para nunca alcanzarme), pero me dejaron mas que en claro que, mas alla de la inflación, o del intercambio desigual, mas alla de la brecha analógica y la digital, mas alla de la distancia infinita que hay entre la variedad de productos que nos atiborran acá y la escasez de alla, hay aquí variables y baremos que jamas entenderemos ni manejaremos, y que nos convierten intelectualmente en parias de una dieta ajena, y en observadores atravesados por la desazón y la estupefacción frente a un mercado que hace rato que gira en el vacío, mientras el Estado no esta.

Esas sensaciones se multiplicaron en mis visitas a librerías y sitios de moda, en mi revisión de New York Architecture and Design (Tenbeus, 2003) con las recomendaciones sugerencias de mundos invisibles al transeúnte y turista común, pero maravillosos para quienes son capaces de detectarlos.

Incluso la revisión de 3 o 4 librerías me llevo a analizar y fascinarme con al menos 50 títulos, cuando en Buenos Aires o incluso en Madrid difícilmente 3 o 4 me llamen la atención.

Es cierto Nueva York tiene una variedad y diversidad de gustos, sabores, olores, conceptos, materiales, objetos que no existe en ningún otro lugar del mundo. Claro son pocos -o no tantos- quienes pueden aprovecharlo y la barrera del precio es un excelente disuasor cuando de compartir se trata.

Quizás precisamente en esa inaccesibilidad, en esa distinción tan Bourdieusiana, esté lo propio de Nueva York que combina en una sola cuadra elegancia y maravillas con hediondez y looks soeces.

Publicado enCrónicas

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